En la antigua India de los dioses, muchos siglos antes del advenimiento de Gotama Buda el excelso, sucedió que los brahmanes ungieron a un nuevo rey. Este joven monarca gozó de la confianza y las enseñanzas de dos sabios varones que le enseñaron a purificarse mediante el ayuno, a someter a la voluntad los impulsos tormentosos de su sangre y a preparar su mente para el entendimiento del Todo y Uno.
En efecto, por esta época habían estallado entre los brahmanes
ardorosas polémicas sobre los atributos de los dioses, sobre las
relaciones de unas divinidades con otras y sobre las de éstas con el
Todo y Uno. Algunos pensadores empezaban a negar la existencia de
múltiples divinidades, y postulaban que los nombres de éstas no eran más
que denominaciones de los aspectos sensibles del Uno invisible. Otros
negaban con apasionamiento estas doctrinas y se aferraban a las viejas
divinidades, sus nombres y sus imágenes; ellos precisamente no creían
que el Todo y Uno fuese un ser concreto, sino sólo un nombre aplicado al
conjunto de todas las divinidades. De manera similar, para unos las
palabras sagradas de los himnos eran creaciones temporales, y por
consiguiente mudables, mientras otros las tenían por primigenias y la
única cosa auténticamente inmutable. En estos aspectos del conocimiento
de lo sagrado, lo mismo que en los de… se manifestaba el afán de llegar a
conocer las verdades últimas, y por eso dudaban y discutían sin
descanso de qué fuese el Espíritu mismo, o sólo su nombre, otros
rechazaban esta distinción entre el Espíritu y la palabra, considerando
que el ser y su imagen eran entidades inseparables. Casi dos mil años
más tarde los mejores ingenios de la Edad Media occidental discutirían
casi exactamente los mismos puntos. Y aquende como allende hubo
pensadores serios y luchadores desinteresados, pero también hubo
prebendados desprovistos de espíritu y de caridad a quienes preocupaba
únicamente que tales discusiones no redundasen en el desprestigio del
culto o del templo, ni que la libertad de pensamiento o de discusión
sobre la naturaleza de las divinidades fuese a mermar, por ventura, el
poderío ni las rentas de la casta sacerdotal. Lo que ellos querían era
seguir viviendo como parásitos del pueblo; cuando el hijo o la vaca de
alguno caían enfermos, los sacerdotes se le metían en casa durante
semanas y le chupaban toda la hacienda en forma de ofrendas y de
sacrificios.
Y también aquellos dos brahmanes de cuyas enseñanzas disfrutaba el
rey, siempre ávido de saber, estaban reñidos en cuanto a las verdades
últimas. Pero como ambos tenían fama de gran sabiduría, el rey,
entristecido por tal desavenencia, solía decirse: «Si ni siquiera estos
dos sabios consiguen ponerse de acuerdo en cuando a la verdad, ¿cómo
podré conocerla nunca yo, con mi flaco entendimiento? No dudo de que
debe existir una verdad única e indivisible, pero me temo que ni
siquiera los brahmanes puedan llegar a conocerla con seguridad».
Cuando los interrogaba al respecto, sus dos preceptores contestaban:
-Muchos son los caminos, pero el destino es único. Ayuna, mortifica
las pasiones de tu corazón, recita las estrofas sagradas y medita acerca
de ellas.
El rey hizo de buena gana lo que le aconsejaban, y realizó grandes
progresos en la sabiduría, pero sin alcanzar nunca su meta de poder
contemplar la verdad última. Cierto que logró superar las pasiones de la
sangre, así como aborrecer los deseos y los placeres animales. E
incluso para comer y beber tomaba solamente lo indispensable (un plátano
al día y unos granos de arroz). Así se purificaba de cuerpo y espíritu,
y enfocaba al objetivo definitivo todas sus fuerzas e impulsos de su
alma. Las palabras sagradas, cuyas sílabas antes le parecían monótonas y
vacías, desplegaban ahora para él todos los encantos de su magia y le
dispensaban consuelo íntimo. En estos torneos y ejercicios de la razón
iba conquistando premio tras premio. Pero siguió sin hallar la clave del
secreto final y de todos los misterios del ser, y eso lo tenía triste y
cariacontecido.
Entonces decidió disciplinarse por medio de una gran penitencia. Para
lo cual se encerró durante cuarenta días en la más apartada de sus
estancias sin probar bocado y durmiendo en el suelo, sin manta ni
almohada. Su cuerpo enflaquecido exhalaba un aroma de pureza, su rostro
delgado relucía de un brillo interior y su mirada avergonzaba a los
brahmanes por la ecuanimidad purísima que traslucía. Superada esta
prueba de cuarenta días, convocó a todos los brahmanes en el atrio del
templo para que ejercitasen su ingenio en la resolución de las
cuestiones más difíciles. Y mandó traer vacas blancas con las frentes
adornadas de cadenas de oro, como premio para los vencedores del
concurso.
Los sacerdotes y los sabios acudieron, tomaron asiento y se
enzarzaron sin demora en la batalla de las ideas y de las palabras. Paso
a paso demostraron la exacta correspondencia entre los dos mundos, el
sensible y el del espíritu, afilaron sus inteligencias en la
interpretación de los versículos sagrados y disertaron sobre el Brahma y
el Atman. El ser elemental de cien brazos fue comparado con el viento,
con el fuego, con el agua, con la sal disuelta en el agua, con la unión
del hombre y la mujer. También idearon parábolas e imágenes para
describir el Brahma creador de dioses que son más grandes que el mismo
Brahma, y distinguieron entre el Brahma creador y el que encierra en sí
lo creado, de manera que procuraban compararlo consigo mismo. Y
argumentaron brillantemente sobre si el Atman es anterior a su nombre, o
si su nombre es idéntico a su esencia o sólo una creación de ésta.
Una y otra vez intervino el rey proponiendo temas para nuevos
interrogantes. Sin embargo, cuanto más prodigaban los brahmanes sus
respuestas y sus explicaciones, más solo y abandonado se hallaba entre
ellos el rey. Cuando más preguntaba y asentía al escuchar las
respuestas, y mandaban que fuesen premiadas las más ingeniosas, más
ardía en su anterior el anhelo de la verdad misma. Pues bien se daba
cuenta de que todos aquellos discursos y análisis no servían sino para
dar vueltas alrededor de ella, pero sin tocarla nunca. Nadie lograba
entrar en el círculo interior. De manera que, conforme iba proponiendo
preguntas y repartía honores, se veía a sí mismo como un niño dedicado
junto con otros niños a una especie de juego. Hermoso, sí, pero de los
que provocan sonrisas indulgentes por parte de los hombres adultos.
Por eso el rey fue ensimismándose cada vez más, pese a hallarse en
medio de la gran asamblea. Cerró todos los sentidos y dirigió su
voluntad ardiente a ese foco, la verdad, pues sabía que todos los seres
participan de ella y duerme en el interior de cada uno, también en el de
los reyes. Y como era un ser puro, en cuyo interior no subsistía
ninguna escoria, fue encontrando suficiencia y claridad dentro de sí
mismo. Cuanto más se sumía en sí, mayor era la luz que percibía, como el
que camina dentro de una caverna y cada paso le lleva más y más cerca
del resplandor de la salida.
Mientras tanto, los brahmanes continuaron largo rato hablando y
discutiendo, sin darse cuenta de que el rey estaba como sordo y mudo. Se
exaltaban, alzaban las voces cada vez más, y no pocos manifestaban así
la envidia por las vacas que habían correspondido a otros.
Hasta que, por fin, uno de ellos reparó en la distracción del
monarca. Interrumpiendo su discurso, levantó la mano y lo señaló con el
dedo, y su interlocutor calló e hizo lo mismo, y el vecino de éste
también. Al fondo del atrio algunos grupos alborotaban y charlaban
todavía, pero la mayoría guardaba un silencio sepulcral. Hasta que
callaron todos, sentados sin decir nada y mirando al rey, que se
mantenía erguido, el semblante impasible, la vista dirigida al infinito.
Y su rostro irradiaba una luz fría y clara como la de una estrella.
Entonces todos los brahmanes se inclinaron ante su éxtasis y
comprendieron que cuanto estaban haciendo era sólo un juego de niños,
mientras que el personaje real estaba habitado por Dios mismo, el
epítome de todos los dioses.
Pero el rey, cuyos sentidos estaban fundidos en la unidad y vueltos
hacia lo interior, seguía contemplando la verdad misma, indivisible, en
forma de luz pura que infundía en su interior una certeza dulcísima, a
la manera en que un rayo de sol cuando atraviesa una piedra preciosa la
convierte en luz y sol, con lo que criatura y creador se hacen uno.
Luego volvió en sí, y cuando miró a su alrededor, sus ojos reían y su
frente brillaba como un lucero. Despojándose de sus ropas, salió del
templo, salió de la ciudad y del reino, y se adentró desnudo en la
selva, donde desapareció para siempre.
Hermann Hesse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario