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lunes, 4 de septiembre de 2017

Melquisedec y el Misterio del Fuego - M.P. HALL (Part 1)


(Part 1)

INTRODUCCIÓN

Los complicados rituales de los antiguos Misterios y los ceremoniales más simples de las instituciones religiosas modernas tuvieron un propósito común: fueron ideados para preservar, por medio de dramas simbólicos y procesionales, ciertos procedimientos secretos y sagrados, gracias a la comprensión de los cuales el hombre puede efectuar más inteligentemente su salvación. Las páginas que siguen serán dedicadas a interpretar algunas de estas alegorías de acuerdo con la doctrina de los antiguos sabios y videntes.

Cada hombre tiene su propio mundo. Mora en el centro de su pequeño universo como señor y regente de las partes que lo constituyen. Algunas veces se comporta como un rey sabio, dedicando su vida a las necesidades de sus súbditos, pero más frecuentemente es un tirano que impone muchas formas de injusticia sobre sus vasallos, ya por ignorancia de sus necesidades o por incomprensión del desastre final que está trayendo sobre sí mismo. El cuerpo del hombre es un templo viviente, y él es el supremo sacerdote, colocado allí para mantener la Casa del Señor en orden. Los templos antiguos fueron diseñados, calcándolos del cuerpo humano, como se comprobará estudiando los planos del santuario de Karnak o los de la iglesia de San Pedro en Roma. Y si los lugares de iniciación eran copias del cuerpo humano, los rituales que se realizaban en las distintas cámaras y corredores simbolizaban ciertos procesos que tienen lugar también, en el cuerpo humano.

La Francmasonería es un excelente ejemplo de una doctrina que sugiere, mediante ceremonias y dramas, que la regeneración del alma humana es en gran parte un problema fisiológico y biológico. Por esta razón la Orden está dividida en dos partes: la Masonería especulativa y la operativa. En el Templo de la Logia, la Masonería es especulativa, porque la Logia es solamente un símbolo del organismo humano. La Masonería operativa consiste en una serie de actividades místicas que tienen lugar dentro del organismo físico y espiritual de aquéllos que han asumido sus obligaciones.

La posesión de las claves ocultas para la salvación humana por medio del conocimiento de sí mismo fue el objetivo por el cual trabajaron los sabios de todas las edades. La esperanza de poseer estas fórmulas secretas fue la que fortaleció a los candidatos que valientemente luchaban contra todos los peligros y obstáculos de las antiguas iniciaciones, los que a veces perdían la vida en la búsqueda de la verdad. Las iniciaciones de los Misterios paganos no eran juegos de niños. Los sacerdotes druidas consumaban su ritual iniciatorio enviando a los aspirantes a alta mar en un pequeño bote que apenas sí podía navegar. Algunos de ellos nunca regresaban de esa aventura, porque al levantarse una repentina ráfaga, el bote zozobraba inmediatamente.

En la América Central, en la época en que los Misterios de los indios mexicanos estaban en su esplendor, los aspirantes que buscaban el conocimiento eran enviados a tenebrosas cavernas armados con una espada, y se les prevenía que si descuidaban su vigilancia, aunque sólo fuera por un instante, sufrirían una muerte horrenda. Durante horas los neófitos vagaban, rodeados por extrañas bestias que parecían más terribles aún de lo que eran debido a la obscuridad de las cavernas. Por último, fatigados y al borde del desaliento, se encontraban ante el umbral de una habitación magníficamente iluminada, cavada en la roca viva. A medida que ellos se detenían, sin saber qué camino tomar, se sentía un batir de alas, un aullido demoníaco y una gran figura con alas de murciélago y cuerpo de hombre pasaba velozmente sobre las cabezas de los aspirantes, blandiendo una gran espada con un tajante filo. Esta criatura era llamada el Dios-Vampiro. Su deber era tratar de decapitar a los que pretendían ser admitidos en los Misterios. Si los neófitos estaban desprevenidos o se encontraban demasiado exhaustos para defenderse, morían en el sitio, pero si todavía tenían suficiente presencia de ánimo para escapar a este inesperado peligro o para saltar a un lado a tiempo, el Dios-Vampiro desaparecía y la habitación se llenaba de sacerdotes que daban la bienvenida a los nuevos iniciados y los instruían en la sabiduría secreta. La identidad del Dios-Vampiro ha sido objeto de muchas controversias, porque si bien aparece muy a menudo en el arte mexicano y en los Códices iluminados, nadie sabe quién o qué era realmente. Podía volar sobre las cabezas de los neófitos y era del tamaño de un hombre, pero vivía en las profundidades de la tierra y jamás se lo veía salvo durante los Misterios, aunque ocupaba una posición importante en el Panteón de los indios aztecas.

Los Misterios de Mitra eran también verdaderas pruebas de valor y de perseverancia. En estos ritos los sacerdotes, disfrazados de bestias feroces y animales fantásticos, atacaban a los aspirantes que pasaban por las tenebrosas cavernas en que se efectuaban las iniciaciones. El derramamiento de sangre no era raro, y muchos perdieron la vida luchando por el Gran Arcano. Cuando el emperador Cómodo de Roma fue iniciado en los cultos de Mitra, como era notablemente hábil en el manejo de la espada, se defendió tan valientemente que mató por lo menos a uno de los sacerdotes e hirió a otros varios. En los Misterios Sabazianos se colocaba una serpiente ponzoñosa sobre el pecho del candidato, quien fracasaba en su iniciación si mostraba el menor signo de temor. Estos incidentes de los antiguos rituales pueden darnos una vislumbre de las pruebas por las que eran forzados a pasar los buscadores de la verdad para merecer penetrar en el santuario de la sabiduría. Pero cuando consideramos el conocimiento que recibían si lograban el éxito, comprendemos que se justificaban los riesgos, porque de entre las columnas de las puertas de los Misterios salieron un Platón y un Aristóteles, y otros cien, atestiguando positivamente el hecho de que en sus días el Verbo no estaba perdido.

Las torturas de la iniciación y las severas pruebas mentales y físicas servían para eliminar a todos aquéllos que no tenían la aptitud necesaria para que se les pudieran confiar los poderes secretos que poseían los sacerdotes y que eran transmitidos a los nuevos iniciados en el momento de ser “elevados”. Aquéllos que se resistieron a ser colgados de altas cruces durante nueve horas hasta quedar inconscientes, como Apolonio de Tiana, iniciado en la Gran Pirámide, jamás revelarían las enseñanzas secretas a causa del temor a torturas corporales, y los que observaron la disciplina de Pitágoras, que ordenaba permanecer en silencio, sin hablar con nadie, durante cinco años, como primer requisito para entrar en su escuela, no es probable que revelaran a causa de irreflexiva indiscreción alguna parte del Misterio vedado a los no iniciados. Debido al extremo cuidado que se ponía en elegir y probar a los aspirantes y a la notable habilidad que tenían los sacerdotes para conocer la naturaleza humana, nunca hubo ninguno de ellos que traicionara los más importantes secretos del templo. Por esa razón el Verbo quedó perdido para todos, salvo para los que siempre cumplieron los requisitos de los antiguos Misterios, puesto que la ley estableció que a aquéllos que vivieran la vida la doctrina les sería revelada.

Es ilícito interiorizar a los no iniciados de las claves que cierran los eslabones de la cadena de los Misterios. Es permisible, sin embargo, sin traicionar la confianza, explicar algunos de los secretos menores, la consideración de los cuales no sólo vindicará la integridad de los antiguos hierofantes, sino que también revelará parte del Divino Misterio de la naturaleza humana. Nunca se podrá recalcar suficientemente que, a pesar de lo pretendido en contrario, el Arcanum operativo del templo jamás ha sido revelado públicamente. Unos pocos candidatos que siguieron sólo por un corto trecho el sendero, y que se desalentaron o fueron eliminados por su falta de honestidad consigo mismos, han tratado de revelar lo que sabían, pero la debilidad que los impulso a traicionar ya había sido advertida por sus instructores. Por lo tanto, jamás les fue dado nada que pudiera suministrarles un eslabón para relacionar las enseñanzas externas con la sabiduría del santuario. El mundo interno del hombre, no el mundo externo, fue el objetivo de los Misterios de la antigüedad. De ahí que solemos considerar ignorantes a los antiguos sacerdotes al compararlos con nosotros mismos; pero si bien el mundo moderno está dominando al universo visible y levantando una civilización colosal, ignora en el más absoluto sentido de la palabra lo que es ese misterioso poder o soplo de energía que mora en el centro de toda cosa viviente, sin el cual no pudo jamás efectuarse ninguna investigación ni levantarse ciudad alguna. El hombre nunca es verdaderamente sabio hasta que empieza a sondear el enigma de su propia existencia, y los templos de iniciación son los únicos depositarios de ese conocimiento, un conocimiento que le permitirá deshacer el nudo gordiano de su propia naturaleza. Sin embargo, las grandes verdades espirituales no se hallan tan profundamente ocultas como pudiera suponerse. La mayor parte de ellas se exponen a la vista, en todo tiempo, pero no se las reconoce porque están envueltas en símbolos y alegorías. Cuando la raza humana aprenda a descifrar el lenguaje del simbolismo y de la alegoría, un gran velo caerá de los ojos de los hombres. Entonces conocerán la verdad, y, lo que es más aun, se darán cuenta de que desde el principio la verdad ha estado en el mundo sin ser reconocida, salvo por unos pocos, pero gradualmente en creciente numero, designados por los Señores de la Aurora como ministros de las necesidades de las criaturas humanas, que están luchando por recuperar su conciencia de la Divinidad.

El Supremo Arcano de los antiguos era la clave de la naturaleza y poder del fuego. Desde el día en que las jerarquías descendieron por primera vez en la isla sagrada del casquete polar, se decretó que el fuego sería el símbolo supremo de esa misteriosa y abstracta divinidad que mora en Dios, el hombre y la Naturaleza. El Sol era considerado un gran fuego en medio del universo. En la ardiente esfera del Sol moraban misteriosos espíritus que dominaban el fuego, y, en honor a esta gran luz, ardían fuegos en los altares de innumerables naciones. El fuego de Zeus ardía en la Colina Palatina, el fuego de Vesta en el altar doméstico y el fuego de la aspiración en el altar del alma.

PRIMERA PARTE

EL FUEGO, DEIDAD UNIVERSAL

Desde los tiempos primitivos, el hombre ha venerado al fuego sobre todos los demás elementos. Hasta el salvaje más inculto parece reconocer en la llama algo que se asemeja estrechamente al volátil fuego que arde en su propia alma. La misteriosa, vibrante, radiante energía del fuego que estaba más allá de su capacidad de análisis; pero, sin embargo, sentía su poder. El hecho de que durante las tormentas el fuego descendía en rayos poderosos desde el cielo, abatiendo árboles y causando destrucción, hizo que los hombres primitivos reconocieran en su furia la ira de los dioses. Luego, cuando el hombre personificó los elementos y creó los numerosos Panteones que ahora existen, colocó en manos de la Suprema Deidad la antorcha, el rayo o la espada flamígera, y sobre su cabeza una corona, cuyas puntas doradas simbolizaban los flamígeros rayos del Sol. Los místicos han descubierto que la adoración del Sol se remonta a la primitiva Lemuria, y la del fuego, a los orígenes de la raza humana. En verdad, el elemento fuego controla hasta cierto punto los reinos animal y vegetal, y es el único elemento que puede subyugar a los metales. Consciente o instintivamente, todo ser viviente honra al astro del día. El mirasol siempre tiende a dar frente al disco solar. Los Atlantes eran adoradores del Sol, mientras que los indios americanos (restos del antiguo pueblo Atlante) todavía consideran al Sol como representante del Supremo Dador de Luz. Muchos pueblos primitivos creían que el Sol era más bien reflector que fuente de luz, como lo prueba el hecho de que frecuentemente representaban gráficamente al Dios- Sol llevando al brazo un escudo de metal muy bruñido, en el cual estaba cincelada la faz solar. Este escudo retenía la luz del Infinito, reflejándola a todos los lugares del universo. Durante el año, el Sol pasa a través de las doce casas de los cielos, donde, como Hércules, realiza doce labores. La muerte y la resurrección anual del Sol ha sido un tema favorito en innumerables religiones. Los nombres de casi todos los grandes Dioses y Salvadores han estado asociados con el elemento fuego, la luz solar o su correlativa la mística y espiritual luz invisible. Júpiter, Apolo, Hermes, Mitra, Baco, Dionisio, Odín, Buddha, Krishna, Zoroastro, Fo-Hi, Iao, Vishnu, Shiva, Agni, Balder, Híram Abiff, Moisés, Sansón, Jasón, Vulcano, Urano, Alá, Osiris, Ra, Bel, Baal, Nebo, Serapis y el rey Salomón son algunas de las numerosas deidades y superhombres cuyos atributos simbólicos derivan de las manifestaciones del poder solar y cuyos nombres indican su relación con la luz y el fuego.
De acuerdo con los Misterios Griegos, los dioses, contemplando el mundo desde el monte Olimpo, se arrepintieron de haber creado al hombre, y no habiéndole dado nunca a ese ser primitivo un espíritu inmortal, decidieron que nada se perdería si esos disconformes, pendencieros e ingratos humanos fueran completamente destruidos, dejando vacante el lugar que ocupaban para una raza más noble. Pero, al descubrir los planes de los dioses, Prometeo, que encerraba en su corazón un gran amor por la luchadora humanidad, decidió traer al hombre el fuego divino que haría a la raza humana inmortal, de tal forma que ni los dioses podrían destruirla. Así Prometeo voló hacia el hogar del Dios-Sol, y encendiendo una pequeña caña en el fuego solar, la trajo a los hijos de la Tierra, previniéndoles que el fuego debería ser siempre usado para la glorificación de los dioses y el desinteresado servicio de unos a otros. Pero los hombres fueron irreflexivos y egoístas. Tomaron el fuego divino que les había traído Prometeo y lo emplearon para destruirse unos a otros. Incendiaron las casas de sus enemigos y, con la ayuda del calor, templaron el acero para hacer espadas y armaduras. Se volvieron más egoístas y arrogantes, y desafiaron a los dioses, pero ellos no podían ahora ser destruidos, porque poseían el fuego sagrado. Por su desobediencia, Prometeo (igual que Lucifer) fue encadenado, pero al héroe griego se lo puso en la cima del monte Cáucaso, donde debía soportar a un buitre que le picoteara el hígado hasta que un ser humano lograra dominar el fuego sagrado y se hiciera perfecto. Esta profecía la cumplió Hércules, que ascendió al Cáucaso, rompió los grilletes de Prometeo y libertó al amigo del hombre que había estado sometido al tormento por larguísimo tiempo. Hércules representa al iniciado, que, como su nombre lo indica, participa de la gloria de la luz. Prometeo es el vehículo de la energía solar. El fuego divino que trajo a los hombres es una esencia mística en su propia naturaleza, que deben regenerar y redimir si quieren liberar de la roca de sus bajas naturalezas físicas, a sus propias almas crucificadas.

De acuerdo con la filosofía oculta, el Sol es en realidad un astro de triple manifestación, siendo dos partes de su naturaleza invisibles. El globo que vemos es meramente la fase más baja de la naturaleza solar y es el cuerpo del Demiurgo o, como la denominan los judíos, Jehová, y los brahmanes, Shiva. Como el Sol está simbolizado por un triángulo equilátero, se dice que los tres poderes del disco solar son iguales. Las tres fases del Sol son llamadas: Voluntad, Sabiduría y Acción. La Voluntad está relacionada con el principio de vida, la Sabiduría con el de la luz, y la Acción o Fricción, con el principio del calor. Por la Voluntad fueron creados los cielos, y la vida eterna continúa en suprema existencia: por la Acción, la fricción y el esfuerzo fue formada la Tierra, y el universo físico modelado por los “Señores del Fuego" pasó gradualmente del estado de fusión a su más ordenada condición actual.

Así se formaron los cielos y la Tierra, pero entre ambos había un gran vacío, porque Dios no comprendía a la Naturaleza y la Naturaleza no comprendía a la Deidad. La falta de intercambio entre estas dos esferas de conciencia era similar al estado de parálisis en que la conciencia reconoce la condición del cuerpo, pero, debido a la falta de conexión nerviosa, es incapaz de gobernar o dirigir las actividades corporales. Por lo tanto, entre la vida y la acción vino un mediador, que fue llamado Luz o Inteligencia. La Luz participa tanto de la vida como de la acción: es la esfera de unión. La Inteligencia ocupó el espacio entre el cielo y la Tierra; por su intermedio el hombre supo de la existencia de su Dios, y Dios comenzó a subvenir a las necesidades de los hombres. Mientras la vida y la acción eran simples substancias, la luz era un compuesto, porque la parte invisible de la luz era de la naturaleza del cielo, y la visible, de la naturaleza de la Tierra. A través de las edades se dice que esta luz estuvo corporizándose. Aunque estos cuerpos testimonian esa luz, la gran verdad espiritual tras ese símbolo de luz corporizada, es que en el alma de toda criatura dentro de cuya mente nace la inteligencia, mora un espíritu que asume la naturaleza de esta inteligencia. Todo hombre o mujer verdaderamente inteligente que está trabajando para difundir la luz en el mundo es Cristianado o Iluminado por la labor misma que está tratando de realizar. El hecho de que la luz (inteligencia) participe a la vez de las naturalezas de Dios y de la Tierra es probado por los hombres dados a las personificaciones de esta luz, porque unas veces son llamados los “Hijos del Hombre” y otras los “Hijos de Dios”.

Al iniciado en los Misterios se le enseñaba siempre la existencia de tres soles, el primero de los cuales - el vehículo de Dios-Padre iluminaba y fervorizaba su espíritu; el segundo - el vehículo de Dios-Hijo - desarrollaba y expandía su mente; y el tercero - el vehículo de Dios-Espíritu Santo - nutría y fortalecía su cuerpo. La luz no es solamente un elemento físico, sino también mental y espiritual, y se enseñaba al discípulo en el templo a reverenciar al Sol invisible mucho más que al visible, porque toda cosa visible es sólo el efecto de lo invisible o causal, y como Dios es la Causa de todas las Causas, É1 mora en el Mundo invisible de la Causación. Apuleyo, cuando fue iniciado en los Misterios, vio el Sol brillando a medianoche, ya que las cámaras del templo estaban brillantemente iluminadas, aunque no había en ellas lámpara alguna. El Sol invisible no está limitado por las paredes ni siquiera por la superficie misma de la Tierra, porque siendo sus rayos de intensidad vibratoria más elevada que la substancia física, su luz pasa sin obstáculos a través de todos los planos de la substancia material. Para aquéllos capaces de ver la luz de estos astros espirituales no hay obscuridad, porque están en presencia de la luz infinita, y a medianoche pueden ver el Sol brillando bajo sus pies.

Mediante una de las perdidas artes de la antigüedad, los sacerdotes del templo podían fabricar lámparas que ardían por siglos sin que se necesitara alimentarlas. Esas lámparas se parecían a las llamadas “lámparas virginales”, o sea las llevadas por las Vírgenes Vestales. Eran algo más pequeñas que la mano humana y, según documentos que se conservan, sus mechas eran de amianto. Se ha sostenido que estas lámparas ardieron durante mil o más años. Una de ellas fue encontrada en la tumba de Christian Rosencreutz, la cual había estado encendida 120 años sin que su provisión de combustible pareciera haber disminuido. Se supone que estas lámparas, (las cuales, incidentalmente, ardían en urnas herméticamente selladas, sin ayuda del oxígeno) estaban constituidas en tal forma que el calor de la llama extraía de la atmósfera alguna substancia que reemplazaba al combustible original tan pronto como el misterioso aceite se consumía.

Hargrave Jennings ha coleccionado numerosas referencias respecto a las épocas y lugares en que se encontraron esas lámparas. En la mayoría de los casos, sin embargo, se apagaron tan pronto como fueron sacadas de sus urnas o si no se rompían en forma misteriosa, de manera que nunca se pudo descubrir su secreto. Con respecto a estas lámparas, el señor Jennings escribe: “Se afirma que los romanos mantuvieron lámparas en sus sepulcros durante edades por medio de la oleaginosidad del oro (y aquí entra el arte de los Rosacruces), convertido por medios herméticos en una substancia líquida; y se cuenta que al ser disueltos monasterios, en el tiempo de Enrique VIII, fue encontrada una lámpara que había estado ardiendo en una tumba aproximadamente desde el siglo III después de Jesucristo, o sea cerca de mil doscientos años. Dos de estas lámparas subterráneas pueden verse en el Museo de Rarezas de Leyden, en Holanda. Una de estas lámparas fue encontrada durante el papado de Pablo III, en la tumba de Tullia, la hija de Cicerón que había estado completamente cerrada durante 1550 años”.

La señora Blavatsky, en su obra Isis sin Velo, indica un número de fórmulas para construir lámparas perennes, y dice en, una nota al pie de página que ella misma vio una, hecha por un discípulo de las artes herméticas, la cual había estado ardiendo ininterrumpidamente sin necesidad de combustible durante seis años anteriores a la publicación de su libro.
La lámpara perenne fue, naturalmente, el símbolo más apropiado del Fuego Eterno en el Universo, y si bien la química moderna niega la posibilidad de que puedan construirse, el hecho de que se han construido y visto muchas en un período de miles de años, es una advertencia contra el dogmatismo. En el Tíbet, los magos Lamas han descubierto un sistema para iluminar las habitaciones mediante una esfera fosforescente de color blanco verdoso que aumenta su luminosidad cuando así lo ordenan los sacerdotes, y que después de la salida de los que estaban en la cámara se va apagando poco a poco hasta no quedar más que una chispa que arde continuamente.

Este milagro aparente no es más difícil de explicar que otros realizados por los tibetanos. Hay en el Tíbet un árbol sagrado que echa corteza nueva todos los años, y cuando cae la vieja se encuentra una inscripción en caracteres tibetanos en la nueva corteza que está debajo. Estos secretos de los pueblos llamados salvajes o primitivos refutan de continuo el ridículo con que los caucásicos miran casi invariablemente la cultura de otras razas.

Los sacerdotes druidas, en Bretaña, reconociendo al Sol como delegado de la Deidad Suprema, empleaban un rayo de luz solar para encender los fuegos de sus altares. Hacían esto concentrando el rayo sobre un cristal o aguamarina especialmente tallado y engarzado en forma de broche mágico o hebilla en el cinturón del Archidruida. A este broche se lo llamaba el “Liath Meisicith” y se suponía que poseía el poder de atraer el fuego divino de los dioses desde el cielo y de concentrar sus energías para ponerlas al servicio del hombre. Esta hebilla era naturalmente un espejo ustorio. Muchas de las naciones de la antigüedad reverenciaban en tal forma al fuego y a la luz del Sol, que no permitían jamás que se iluminaran sus altares sino concentrando los rayos solares por medio de un lente (espejo ustorio). En algunos de los templos antiguos había lentes debidamente colocados en el techo, en diversos ángulos, de manera que cada año, en el equinoccio vernal, el Sol de mediodía enviaba sus rayos por dichos lentes y encendía los fuegos del altar, que ya estaban debidamente preparados para esta ocasión. Los sacerdotes consideraban que este proceso equivalía a que los mismos dioses hubieran encendido los fuegos. En honor de Hu, la Suprema Deidad de los druidas, los pueblos de Bretaña y Gales celebraban anualmente un encendimiento de fuegos en el que ellos llamaban Día del Solsticio Estival.

Una de las razones por las cuales el muérdago era sagrado para los druidas consistía en que muchos de los sacerdotes creían que esta peculiar planta parasitaria caía a la tierra en forma de rayos y que, dondequiera que un árbol fuera abatido por el rayo, la semilla del muérdago quedaba depositada dentro de su corteza. El largo tiempo que el muérdago permanecía vivo, después de ser cortado del árbol, tenía mucho que ver con la veneración que le profesaban los druidas. El hecho de que esta planta era también un medio poderoso para captar el misterioso fuego cósmico que circula a través de los éteres, fue descubierto por dichos sacerdotes, quienes apreciaban al muérdago por su estrecha relación con la misteriosa luz astral que es en realidad el cuerpo astral de la tierra. A este respecto escribe Eliphas Levi en su Historia de la Magia: “Los druídas eran sacerdotes y médicos que curaban por el magnetismo y cargaban amuletos con su influencia fluídica. Sus remedios universales eran el muérdago y los huevos de serpiente, porque estas substancias atraían la luz astral de una manera muy especial. La solemnidad con que se cortaba el muérdago atraía sobre esta planta la confianza popular y la volvía extraordinariamente magnética. El progreso del magnetismo revelará algún día las propiedades absorbentes del muérdago. Entonces comprenderemos el secreto de esos crecimientos esponjosos que absorben las desaprovechadas virtudes de las plantas y se cargan con sus tinturas y sabores.

  Hongos, trufas, agallas y las diversas variedades de muérdago serán empleados inteligentemente por la ciencia médica, lo cual será nuevo porque es viejo.”
Ciertas plantas, minerales y animales han sido considerados sagrados en todas las naciones de la Tierra debido a su peculiar sensibilidad al fuego astral. El gato, sagrado para la ciudad de Bubastis en Egipto, es un ejemplo de animal especialmente magnético. Cualquiera que acaricie a un gato doméstico en una habitación a obscuras podrá ver las emanaciones eléctricas, en la forma de una luz fosforescente de color verdoso, que se desprenden de su piel. En los templos de Bast, consagrados a la diosa de los gatos, se veneraba extraordiariamente a gatos de tres colores, como a cualquier otro miembro de la familia felina cuyos dos ojos fueran de diferente color. La piedra imán y el radio, en el reino mineral, así como varias excrecencias parásitas en el reino vegetal, son extrañamente sensibles al fuego cósmico. Los magos de la Edad Media se rodeaban de ciertos animales tales como murciélagos, gatos, serpientes y monos, porque tenían el poder de extraer la luz astral de esos seres y apropiársela para sus propios fines. Por esta misma razón, los egipcios y también algunos griegos mantenían gatos en los templos, y las serpientes siempre estuvieron presentes en el Oráculo de Delfos. El cuerpo áurico de una serpiente es una de las cosas más notables que puede contemplar un clarividente, y los secretos encerrados dentro de su aura demuestran por qué la serpiente es el símbolo de la sabiduría en muchos pueblos.

Es evidente el hecho de que el cristianismo ha preservado (al menos en parte) la primitiva adoración del fuego de la antigüedad en muchos de sus símbolos y rituales. El incensario empleado con tanta frecuencia en las iglesias cristianas es un símbolo pagano relacionado con la regeneración del alma humana. El incensario representa al cuerpo humano. El incienso dentro del incensario, hecho con las esencias extractadas de varias plantas, representa las fuerzas vitales del cuerpo del hombre. La llameante brasa ardiendo en medio del incienso es el emblema del germen espiritual encerrado en el corazón del organismo material del hombre. Esta chispa espiritual es una parte infinitesimal de la divina llama, el Gran Fuego del Universo, de cuyo ígneo corazón han sido encendidos los fuegos de los altares de todas sus criaturas. Así como la chispa de la vida consume gradualmente el incienso, así también la naturaleza espiritual del hombre, mediante el proceso de regeneración, consume gradualmente todos los elementos groseros del cuerpo, transmutándolos en poder anímico, simbolizado por el humo. Aunque el humo es en realidad una substancia física y densa, es pese a ello lo bastante ligero para elevarse en forma de nubes; de igual modo el alma es de hecho un elemento físico, pero mediante la purificación y el fuego de la aspiración adquiere la naturaleza de la atmósfera intangible; aunque formada por la substancia de la tierra, llega a ser suficientemente sutil como para elevarse cual exquisito perfume hasta el trono de la Divinidad.

Si bien algunas autoridades han sostenido que la forma de la cruz derivó del antiguo instrumento egipcio llamado “nilómetro”, usado para medir las inundaciones del Nilo, otros opinan que el símbolo tuvo su origen en los dos palos cruzados que los pueblos primitivos empleaban para hacer fuego, mediante la fricción. El uso de campanarios y torres en la construcción de las catedrales del cristianismo medieval, así como las más familiares y convencionales estructuras piramidales de las torres de las iglesias, puede que tenga su origen en los obeliscos de fuego de Egipto, que se colocaban al frente de los templos consagrados a las deidades superiores. Todas las pirámides son símbolos del fuego. El árbol de mayo tuvo su origen en una antigüedad similar, en la que era a la vez un símbolo fálico y un emblema del fuego cósmico.

La costumbre reinante de orientar las iglesias hacia el Este es, por supuesto, otra evidencia de la supervivencia del culto solar. Prácticamente, la única rama de la raza humana que no observa esta regla es la árabe. Los mahometanos orientan siempre sus mezquitas hacia La Meca, pero sin embargo sus horas de oración están determinadas por el Sol. Los rosetones y los muros cubiertos de hiedra son supervivencias del paganismo, porque la hiedra estaba consagrada a Baco, a causa de la forma de sus hojas, y siempre se trataba de que esta planta cubriera los muros de los templos consagrados a la deidad solar griega. Los ornamentos dorados que se encuentran en los altares de las iglesias cristianas deberían recordar al filósofo observador que el oro es el metal sagrado del Sol, porque (según los alquimistas) el rayo solar se cristalizó en la tierra, formándose así ese precioso metal, el cual, dicho sea de paso, se sigue formando todavía. Los cirios que tantas veces adornan esos mismos altares y que casi siempre aparecen en número impar, nos recuerdan que los números impares son solarmente sagrados. Cuando se emplean tres cirios, ellos representan los tres aspectos del Sol: aurora, mediodía y ocaso, y de este modo son emblema de la Trinidad. Cuando se emplean siete, representan a los ángeles planetarios llamados por los judíos Elohim, cuyos valores cabalísticos y numéricos son también siete. Cuando aparecen los números pares 12 ó 24, representan los signos del zodíaco y los espíritus de las horas del día, llamados por los persas Izzids. Cuando se expone sólo una luz, es el emblema del Padre Supremo Invisible, el Uno, y la pequeña lamparita roja que siempre arde sobre el altar es una ofrenda al Demiurgo-Jehová o el Señor Constructor de las Formas.
Lo que es el aceite a las llamas, es la sangre al espíritu del hombre. Por consiguiente, se emplea frecuentemente el aceite en las unciones, porque es un fluido sagrado para el poder solar. Y como el aceite contiene la vida solar, se emplea en grandes cantidades en las regiones polares, donde es necesario generar mucho calor corporal. De ahí la inclinación de los esquimales por consumir bujías de sebo y grasa de ballena.
La misma palabra “Cristo” es prueba suficiente de que el fuego y la adoración del fuego son los dos elementos esenciales de la fe cristiana. Los rayos luminosos provenientes del Sol eran para los antiguos como la sangre del Cordero Celestial que en el equinoccio vernal moría por los pecados del mundo y redimía a toda la humanidad con su sangre (rayos).

Las Escuelas de Misterios del antiguo Egipto enseñaban que la sangre es el vehículo de la conciencia. El espíritu del hombre se movía a través de la corriente sanguínea y, por lo tanto, no se encontraba localizado en ningún punto particular del organismo. Se movía en el cuerpo con la rapidez del pensamiento, de manera que la conciencia del yo, el conocimiento de lo externo y la percepción sensorial podían ser localizados en cualquier parte del cuerpo, mediante el ejercicio de la voluntad. Los iniciados consideraban la sangre como un líquido misterioso, algo gaseoso por naturaleza, que servía como medio de manifestación del fuego de la naturaleza espiritual del hombre. Este fuego, circulando por el sistema, animaba y vitalizaba todas las partes de la forma, manteniendo así a la naturaleza espiritual en contacto con sus extremidades físicas. Los místicos consideraban el hígado como la fuente del calor y poder de la sangre. De ahí que sea significativo que la lanza del centurión hiriera el hígado de Cristo y que el buitre fuera colocado sobre el hígado de Prometeo, para atormentarlo a través de las edades.

El ocultismo nos enseña que la presencia del hígado es lo que distingue al animal de la planta y que es místicamente cierto que los pequeños seres que tienen el poder de moverse, pero que carecen de hígado, son realmente plantas en sentido espiritual. El hígado está regido por el planeta Marte, que es la dínamo del sistema solar y el cual envía un rayo rojo animador a todos los seres que evolucionan dentro de este esquema solar. Los filósofos enseñaban que el planeta Marte, bajo la dirección de su regente Samael, era el trasmutado “Cuerpo de Pecado” del Logos Solar, que originalmente había sido el “Morador del Umbral” del Divino Ser, cuyas energías son distribuidas ahora por el fuego del Sol. Samael, incidentalmente, fue el ígneo padre de Caín, por intermedio del cual una parte de la humanidad ha recibido la llama de la aspiración y está así separada de los hijos de Set, cuyo padre fue Jehová.

Los egipcios consideraban al jugo de la uva como la substancia más parecida a la sangre humana. En realidad, creían que la vid extraía su vida de la sangre de los muertos que habían sido inhumados en la tierra. Respecto a este asunto, Plutarco escribió lo siguiente: “Los sacerdotes del Sol en Heliópolis nunca llevaban vino a sus templos, y si hacían uso de él a cualquier hora en sus libaciones a los dioses, no era porque lo consideraran de naturaleza aceptable para ellos, sino que lo vertían sobre sus altares como la sangre de aquellos enemigos que antes habían luchado contra ellos. Porque consideraban que el vino había brotado de la tierra después de haber sido ésta alimentada con los cadáveres de aquéllos que habían caído en las guerras contra los dioses. Y esto, dicen ellos, es la razón por la cual beber su jugo en grandes cantidades vuelve locos y fuera de sí a los hombres, llenándolos con la sangre de sus antecesores” (Isis y Osiris). Los magos de la Edad media conocían el hecho de que podían, por medio de sus poderes ocultos, dominar a cualquier persona si lograban obtener un poco de su sangre. Si se deja un vaso de agua durante la noche en la habitación de alguno que duerme en ella, a la mañana siguiente el agua estará tan impregnada con las radiaciones psíquicas de dicha persona, que cualquiera que conozca el procedimiento puede descubrir en el agua toda la historia de la vida y el carácter del que ocupó la habitación. Estas impresiones son transmitidas y retenidas por una sutil substancia que los trascendentalistas medievales llamaban la luz astral, una esencia ígnea siempre presente y omnipenetrante que preserva intactas las impresiones de cuanto haya sucedido en cualquier parte de la Naturaleza.

El torrente de rayos que emana de la faz del Sol ha hecho que se lo asocie con el león, debido a la hirsuta melena del rey de los animales. Los rubios Dioses Salvadores de muchas naciones simbolizan sutilmente con sus largos rizos dorados las radiaciones solares. El Sol era el rey de los cielos, y los gobernantes terrestres, deseosos de proclamar su poder mundano, se complacían en considerarse "Pequeños Soles", siendo sus vasallos reconocidos como planetas que se bañaban en la gloria de la luz central. Lo más elevado de cada uno de los reinos de la Naturaleza fue también considerado como el símbolo del Sol. De ahí que el escarabajo sagrado, el más inteligente de todos los insectos; el águila, el ave de más elevado vuelo, y el león, la más fuerte de todas las bestias, fueron considerados símbolos apropiados del disco solar. Así los mogoles eligieron al león como enseña, mientras que César y Napoleón usaron el águila para simbolizar su dignidad. Las coronas de los reyes fueron originalmente bandas de oro con puntas radiantes, simbolizando que participaban en parte del divino poder del cual estaba revestido el Sol. Con el correr del tiempo la corona se fue haciendo convencional. Su superficie fue recamada de piedras preciosas, algunos de sus rasgos fueron cambiados y se perdió su evidente analogía con el Sol.

El halo que se representa tan a menudo alrededor de la cabeza tanto de las deidades cristianas como de las paganas y santos, es también emblemático del poder solar. De acuerdo con los Misterios, llega un momento en el desenvolvimiento espiritual del hombre en que el misterioso óleo que ha estado ascendiendo lentamente por la columna espinal entra finalmente en el tercer ventrículo del cerebro, donde toma un hermoso color dorado y se irradia en todas direcciones. Esta radiación es tan grande que no puede ser limitada por el cráneo, y entonces sale de la cabeza, especialmente por la parte posterior del cuello, en el punto en que la vértebra superior se articula con los cóndilos del hueso occipital. Es esta luz que brota en forma de abanico en la parte posterior de la cabeza la que ha dado origen al halo de los santos y al nimbo tan a menudo usado en el arte religioso. Esta luz significa la regeneración humana y forma parte de los cuerpos áuricos del hombre.

Estas auras han influido grandemente en el color y la forma de las vestiduras empleadas en los ceremoniales religiosos. La túnica azul y dorada de que nos habla Albert Pike y los ropajes de los diferentes grados en las jerarquías de todas las órdenes religiosas son simbólicos de estas emanaciones invisibles que rodean al hombre, cuyos colores cambian con cada pensamiento y cada sentimiento. Merced a estas auras, los sacerdotes y filósofos de la antigüedad elegían a aquellos discípulos que podrían honrar sus enseñanzas.

  Las “Túnicas de Gloria” del Sumo Sacerdote de Israel son simbólicas, como lo hizo notar sagazmente Josefo con su educación oriental. El lienzo blanco liso simboliza la purificada naturaleza física; las vestiduras de muchos colores representan al cuerpo astral, en tanto que el ropaje azul lo es de la naturaleza espiritual, y el violeta de la mente, porque éste es un color compuesto por dos matices, uno espiritual y otro material.
En los Misterios Egipcios no era raro que se mostraran los rayos del Sol terminando en manos humanas. Una de las sillas que se encontraron recientemente en la tumba de Tutankamón tiene un Sol cuyos rayos terminan en manos humanas. Entre los antiguos, la mano era el símbolo de la sabiduría, porque se empleaba para levantar al caído, y nadie está tan caído como el hombre ignorante. Las virtudes físicas del Sol y su poder para absorber el agua fueron empleados para simbolizar un proceso espiritual en el cual la naturaleza divina del hombre era exaltada o iluminada y elevada por el calor del Sol, cuyos rayos expanden el triple poder espiritual del amor, de la sabiduría y de la verdad.

(FIN PRIMERA PARTE)

Manly Palmer Hall.-

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