A continuación he de publicar un extracto de "Simbolismo de las Religiones del Mundo", obra magnífica de don ilustre Q:.H:. Mario Roso de Luna, un autor a quién admiro mucho.
CAPÍTULO I
LA HUMANIDAD PRIMITIVA Y SUS PADRES O “PITRIS”
Las estrellas y el Espíritu del Hombre. — La sublime enseñanza de Plutarco sobre el Sol, la Luna, la Tierra y el Hombre. — Cadenas planetarias, Globos, Rondas y Razas. — La cuarta Ronda actual y los Pitris Lunares. — Los Pitris Solares y Venustos. — La raza tercera. — ¡Padres y Maestros!. — Los dones que debemos a los Instructores primeros. — Mente, sexo y responsabilidad. — La diosa Isis o la Luna «Virgen primitiva». — Verdadero significado de la Palabra «deva» o «dios». — Más interesantes detalles sobre estos particulares fundamentalísimos.
Un Comentario antiguo de las Estancias de Dzyan citado en La D. S. dice que «la doctrina de quienes afirman que mientras el hombre desarrolla aquí abajo en la tierra su vida física, su espíritu está en las estrellas, es una enseñanza perfectamente ocultista».
En efecto, las mónadas humanas como enseña Plutarco vienen del Sol, la estrella de nuestro sistema, y al Sol vuelven tras cada encarnación terrestre, a guisa de verdaderos cometas; pero, dentro de la ley serial y teosófica de las analogías, aquellas reencarnan sucesivamente en el planeta Tierra que tiene su Espíritu Planetario el cual está sometido a su vez a un ciclo inmensamente más amplio de reencarnaciones, ciclo resumido en la doctrina oriental llamada de las Cadenas, los Globos, las Rondas, las Razas y las Subrazas, como unidades septesimales de diferentes órdenes que diría un matemático. Por eso, la historia de la Tierra y de la Humanidad con sus múltiples religiones, son una cosa misma en el fondo, y todo estudio de estas últimas debe partir de un correcto conocimiento de aquélla.
El destino y la vida de la Tierra como astro del sistema solar está esencialmente ligado, eslabonado o encadenado con el de los demás planetas vecinos, y por esto se dice en las enseñanzas ocultas que aquélla en su vida planetaria constituye la Cuarta Cadena en unión de otras seis cadenas más de otros tantos astros similares que en nuestra opinión corresponden a su vez al desaparecido planeta de entre Marte y Júpiter, a Marte, a la Luna, a la Tierra, a Venus, a Mercurio y a un planeta futuro. (En nuestro libro Evolution solaire et séries astro-chimiques, está ampliamente desarrollado este tema con datos astronómicos occidentales).
Todo lo terrestre, pues, pertenece a esta planetaria «Cadena», síntesis en la que ello está compendiado como en un sistema numérico. De tal sistema o concepción la «Cadena» es como la unidad de millar de un sistema septesimal; el «Globo», es como la centena, la «Ronda», como la decena, la Raza, como la unidad, y las Subrazas, tribus, familias, etc., hasta llegar a los individuos, son como unidades decimales de diferentes órdenes en un sistema de numeración indefinido.
El cuarto «Globo» que es nuestra Tierra, ha desarrollado ya tres «Rondas» o ciclos de vida completos, y por cierto de vidas puramente terrestres según enseña la Doctrina tradicional de Oriente, y al comenzar su cuarta Ronda actual, recibió ya gérmenes vitales de su planeta antecesor y vecino, que es la Luna. A la cabeza de tales elementos, una Humanidad Celeste, la de los Pitris o «Padres» lunares, descendió a la «Isla Sagrada», o región del Polo Norte de la Tierra, donde estableció su morada en un continente paradisíaco, cantado como «Isla Blanca» en diferentes teogonías. Éste gozaba de un clima tropical del que aún quedan testimonios geológicos, porque probablemente entonces el eje de la Tierra estaba orientado de otro modo que hoy, o acaso la Tierra presentaba entonces al Sol una misma cara como se la presenta a ella la Luna y con su centro de iluminación en el Polo Norte, o sea, en términos astronómicos, que el eje de rotación de la Tierra coincidía con el plano de la eclíptica. Semejantes pitris lunares por un desdoblamiento astral, en algún modo semejante al desdoble del fantasma espiritista de un médium capaz de tales fenómenos (el clásico de Miss Cook y Katie-King, por ejemplo), dio lugar a la segunda raza de hombres (en realidad la primera, si no se cuentan como hombres ellos), los cuales carecían originariamente de sexo (reyes de Edóm de la Biblia), pero lo fueron adquiriendo con la evolución ulterior, pasando, como las flores, por una larga etapa de doble sexo, o androginismo. Su continente originario y tropical lo fue la actual zona boreal de la Tierra, donde la orografía todavía nos presenta montañas orientadas de Sur a Norte, amén de los terrenos más antiguos del planeta. Este continente, sepultado en parte, quedó a modo de diadema o herradura sobre el continente lemuriano o de la Raza Tercera que se alzó después en lo que hoy es Océano Pacífico, raza dotada ya, por decirlo así, de un «polo» positivo o de la mente, de un «polo» negativo o del sexo, y de un «ecuador» o «balanza» llamado a mantener con la responsabilidad consciente ya, el equilibrio del sexo y de la mente.
Pero así como los Hombres de la Raza primera fueron auspiciados y dirigidos por Padres o Maestros lunares (Pitris Barishad, de los Vedas); los de la segunda lo fueron por seres aún más superiores, por Pitris solares y luminosos o Agniswatta, y los de la tercera, en fin, por Pitris Makaras, o Am-karas (Manús, o «de la letra M.»), que se sacrificaron dándonos la Mente, el Fuego divino del Pensamiento, a guisa de efectivos Prometeos, y cayendo en nosotros, en nuestras limitaciones físicas, más que cayendo con nosotros, como en una tristísima cárcel, mundo inferior o infierno, al tenor de la más estricta etimología, cosa conservada en las religiones como Caída de los Ángeles, aunque desvirtuándola de un modo horrible, según a su tiempo veremos. Annie Besant tiene sobre esto una linda obra, la de La Genealogía del Hombre, inspirada en la de la Maestra H. P. B.
Aconteció en suma a la Humanidad como conjunto y ello no podría ser de otro modo dentro de la citada ley teosófica de la analogía, lo que nos acontece a todos y a cada uno de nosotros, a saber: que somos engendrados y alimentados físicamente en el hogar de nuestro nacimiento por nuestros padres físicos (primer período o raza); que luego somos educados en la escuela, por esos efectivos padres morales que se llaman maestros (segunda raza o período), y que, en fin, cuando alcanzamos la cima evolutiva como hombres llamados a cumplir una social misión, tercer período, tomamos por norte y guía a un Maestro del Ideal, que por sus obras, a distancia a veces hasta de muchos siglos, y seguramente por sí propio de conformidad con las leyes trascendentes del Ocultismo, no sólo nos guía sino que, renunciador y abnegado, nos da su propia mente, razón por la cual en múltiples ocasiones aun el estilo mismo del discípulo sale teñido por el del Maestro, que es lo que constituye las características de las escuelas en religión, arte o ciencia. Una vez en posesión de estos tres grados evolutivos, el aprendiz o chela ya tiene responsabilidad consciente como la tuvieron ya también los hombres de la raza tercera; los primeros que contaron como va dicho con mente, con responsabilidad y con sexo.
A partir, pues, de la Tercera Raza empezó, a bien decir, la historia física de la Humanidad, porque los seres de dicha raza tenían todas las características generales con que contamos hoy, a saber: una razón, aunque juvenil e incipiente (polo positivo del organismo); un sexo (polo negativo), que empezaba a ser su cruz para acabar siendo su glorificación con el triunfo sobre el mismo, y una noción de responsabilidad o de equilibrio entre los postulados de la razón o mente y las exigencias del sexo, constituyendo algo así como el fiel de la balanza entre la vida física o material, por el sexo continuada, y la vida intelectual característica del manú, pensador u hombre. El continente donde esta raza se desarrolló fue el llamado de la Lemuria en lo que es hoy próximamente Océano Pacífico, estando de acuerdo sobre este continente las conclusiones de Darwin, Lamark y Russell Wallace con las de La D. S. El continente anterior o «hiperbóreo» continuó aún existiendo en forma de herradura o corona, tal y como nos lo muestra hoy la Geología en los terrenos llamados primarios (laurentino, siluriano, devoniano, etc.). Un texto muy interesante sobre estos particulares, a más del consabido de La D. S., es el de Scott Elliot que lleva el título de La Perdida Lemuria, si bien como inspirado en meras «videncias de la luz astral», o «iluminismo» como el de Swedemborg y de tantos otros ilustres teósofos modernos, carezca de valor para el presente positivismo científico.
De la venida a la Tierra de aquellos Instructores o Pitris solares y venustos hay un recuerdo tradicional en todas las teogonias y además huellas históricas e indelebles, a saber: a) en el descubrimiento del fuego; b) en la concesión por los Instructores de un lenguaje superior al de los animales; c) en el otorgamiento de los principios troncales del Arte y de la Ciencia (leyendas de los cantos del Moisés hebreo y el Muisca mexicano, heredados luego por bardos y profetas en todos los países; mantrans mágicos que pasaron más tarde a los Vedas; flauta de Pan, lira de Apolo, canon arquitectural de proporción, etc.), y por otro lado, concesión de las siete primeras «máquinas» que se dice en mecánica: rueda, polea, plano inclinado, palanca, balanza, tornillo y péndulo (2); d) en unas enseñanzas religiosas transcendentes, no en el sentido de adoración y aun de ciego fanatismo en que la religión se ha tomado después merced a sacerdotes o magos negros explotadores, sino en el etimológico con que luego lo vemos en la lengua latina de ligo, ligare, ligar y religo, religas, religare, ligar dos veces, porque a más del vínculo filial con que la naciente humanidad estaba ligada con aquellos Padres o Pitris, surgía la ligadura kármica y moral de la gratitud para con sus imponderables beneficios.
La Naturaleza, la Luna con su hija la Tierra, la Isis celeste, terrestre e infernal o triple diosa, la Virgen Primitiva a la que no toca ningún astro, pero que es al par Madre de todos los seres bajo los efluvios vitales fecundantes del Padre-Sol «Santo Espíritu», que «penetran en ella sin romperla ni mancharla», deparó un marco adecuado para aquella primitiva e inenarrable felicidad humana, Edad de oro, sólo comparable, dentro de la ley teosófica de la analogía, con las primeras edades de cada uno de nosotros cobijados dulcemente bajo el casto .y bendito hogar donde nuestros padres, sus creadores, han oficiado de augustos y efectivos dioses, ya que la palabra «dios» en su genuino sentido etimológico, no es sino la de «theos», «zeus» o «dhyans» que es, en suma, la sánscrita de «deva» o «brillante», de la raíz «div», brillar, razón por la cual todo lo «brillante» o superior es esencialmente «divino» en series indefinidas.
La actuación tutelar, pues, de aquellos Padres de la Humanidad primitiva se operó en el ámbito de un verdadero paraíso: el «Paraíso Terrenal» que aparece al comienzo de todas las teogonías y especialmente de la mosaica cuando se sabe leer entre líneas en el simbolismo de los primeros capítulos del Génesis. En este libro sagrado, en efecto, vemos, según la admirable exégesis blavatsquiana, al Principio Emanador del Cosmos y a sus Operadores los Elohim o Helio-jinas, — la Hueste de los Dhyanis Solares de los que habla el Libro de Dzyan o de Dhyan —, formando al Adán primero y bisexuado y colocándolo en un Paraíso de delicias, feliz pero irresponsable todavía por carecer de mente aún como va dicho, a la manera como felices, irresponsables y sin mente se desarrollan nuestros primeros años infantiles en el hogar de nuestros padres, porque la ley teosófica de la analogía tantas veces repetida, establece un paralelo perfecto entre las «edades terrestres» de la Humanidad y las edades de cada uno de los hombres, paralelo más filosófico y amplio que el científico entre la filogenia y la ontogenia.
Dentro siempre del repetido paralelo y gracias a estas enseñanzas arcaicas, vemos desenvolverse a la Humanidad en el transcurso de los cinco millones de años que se dicen transcurridos desde entonces ni más ni menos que nos hemos ido desenvolviendo cada uno de nosotros a lo largo de nuestras edades respectivas, a saber: una Edad de oro o infancia en el paraíso u hogar de nuestros padres, sin mente, sin responsabilidad y sin sexo activo; una Edad de plata o adolescencia en la que dichos tres elementos genuinamente humanos empezaron a desenvolverse; una Edad de cobre o juventud en que desenvueltos ya plenamente los repetidos elementos de nuestra personal independencia establecen el transito a la última edad, la Edad de hierro o de la virilidad en la que se opera la emancipación definitiva, y en la que el hombre a guisa de «cometa» fugitivo o peregrino pasa a otras regiones físicas y morales más o menos alejadas del hogar de su nacimiento, para ser, a su vez, centro de un hogar futuro que sirva de paraíso y de edad de oro a los nuevos seres que a él han de venir por la triple acción del sexo, de la responsabilidad y de la mente de sus progenitores, estableciéndose así la continuidad del Amor y de la Vida que vence siempre a las limitaciones y a la Muerte.
Este último extremo se halla determinado también en el Génesis cuando es leído esotéricamente, pues que Jehovah — uno de los Elohim: el Padre-Madre físico según el simbolismo de sus cuatro letras componentes de iod-he-vau-he — separa al primitivo Adán andrógino o sin sexo, en macho y hembra; con lo que quedaba asegurada físicamente la continuidad material de la especie, pero no la continuidad mental por cuanto ellos no habían comido aun de la «Fruta del Árbol de la Ciencia», es decir, no habían gustado todavía las delicias y las amarguras del Pensamiento, don excelso de dioses, otorgado al hombre-animal por Prometeo, «el que ve y percibe», en el mito griego; por Logo, en el mito nórtico y por Lucifer o Phosphoros, «el portador de la antorcha de Luz», por otro nombre Sat-anas, «el espíritu manifestado en las Aguas de la Vida», del mito mosaico; por Ur-anas (Urano, el cielo) y también Sat-ur-anas (Saturno) en otros mitos acadio caldeos que corrompidísimos en forma y fondo nos han sido transmitidos en los últimos días del Paganismo.
Pero adquirir la razón equivalía para la primera y simbólica pareja humana a adquirir la emancipación y la responsabilidad, acto de lógica «rebeldía» en un todo semejante a la «rebeldía» con que rompemos con el viejo hogar del nacimiento para constituir otro nuevo, y esto está representado en la expulsión del paraíso decretada por Jehovah contra ellos al par que los «condenaba» a comer el pan con el sudor de sus frentes y a criar sus hijos, cruz que es la base gloriosa de nuestra redención y emancipación. El otorgador de semejante don de independencia humana por encima del gregario espíritu animal nunca es, en efecto, el Padre, cuya dicha egoísta sería la de mantener al hijo en inocente estado bajo su férula protectora, sino el Maestro, el padre moral siempre por encima del padre físico, aunque ambas misiones sucesivas caractericen a los verdaderos padres, para acabar en la de hermanos y de amigos, como reza el Código de una moderna institución iniciática harto conocida.
La analogía sigue de un modo admirable a lo largo de esta sumaria historia que vamos haciendo de las primeras edades terrestres del hombre físico, porque dotados ya los lémures de una amplísima civilización (de la que aún quedan huellas en ciertos sitios tales como en el templo de Bamián y en la Isla de Pascua en el Pacífico, gracias a la tutela protectora de aquellos Instructores o Reyes divinos, de otros planetas venidos), transmitieron su civilización a un nuevo pueblo: el de la Raza Cuarta que empezó a desarrollarse en el ambiente de la Atlántida cuando aquel llegaba a su apoteosis y que alcanzó, se dice en la Doctrina Arcaica conservada por la Iniciación, un grado tal de cultura que superó a la nuestra actual en muchos órdenes de la vida. En otros términos: la púber Atlántida sustituyó a la impúber Lemuria; y aquellos Instructores divinos, con el prudente tacto emancipador de todos los padres para con sus hijos, fuéronse alejando física ya que no intelectual y espiritualmente de los hombres, entregándolos a su plena responsabilidad, karma o destino, mientras pasaban acaso Ellos, terminada su misión aquí abajo, a esferas más excelsas de actividad y de poder, para nosotros desconocidas, y se dice que eran tales entonces las juveniles facultades atlantes, en plena actividad aún «el tercer ojo de la intuición o mente superior», que su vista y su inteligencia eran indefinidas. ¡Tal salimos nosotros también del hogar paterno cuando nos lanzamos henchidos de vanidad y de energías a la lucha de la Vida!.
Pero ¡ay!, que semejantes vanidades juveniles pagarse suelen caras las más de las veces, porque olvidando las enseñanzas paternales, hijas de los dolores y experiencias de nuestros predecesores, nos lanzamos locos a peligrosísimas experiencias, y faltos de fe en el dicho de aquéllos, queremos ver por nosotros mismos con aquel «experiméntum periculosum» de que hablaron los clásicos. Y esto, que nos acontece más o menos a todos, acaeció también al pueblo atlante, el cual en la cumbre de su poderío científico, se adentró por el campo de la Magna Ciencia superhominal, por otro nombre Magia, ciencia de doble filo que, cual los ácidos más enérgicos de la Química, si bien llegan a producirlas más poderosas reacciones, pueden también atacar corrosivamente la vasija que los contiene a la menor debilidad o resquebrajadura que presente la misma. ¡Y la vasija atlante saltó: quiero decir que acarreó para muchos de aquellos seres la ruina total así que emplearon la Gran Ciencia para sus particulares egoísmos, si bien otra parte del pueblo de la Cuarta Raza, siguiendo fiel las enseñanzas de los Instructores, continuó las glorias primitivas, constituyendo el Pueblo Elegido como semilla para la Quinta Raza Raíz, o sea nuestra raza actual, en el seno del nuevo continente que, nacido se nos dice hace próximamente un millón de años cuando la Atlántida llegaba a su plena florescencia y la Lemuria moría, acogió en su seno esa Semilla de bendición y de continuidad, por los mismos días en que la Atlántida, en karma de sus maldades, era sepultada en las aguas del mar como se recuerda por todas las tradiciones religiosas occidentales que hablan veladamente de dicha sumersión o Diluvio!. ¿No acontece igual a diario entre la pléyade de jóvenes lanzados al mundo, y de la cual una parte sucumbe al embate de los vicios, mientras otra parte triunfa constituyendo el germen de los hogares futuros?.
No vamos a hablar aquí de la caída de la Atlántida, cuya tradición se conserva en tantos países bajo el mítico relato del Diluvio Universal, sino de sus consecuencias, admirablemente expuestas en el 2.° tomo de la D. S., a saber : la división de la primitiva Magia atlante en dos Senderos : el de los Iniciados, o de la Diestra, y el de los Sacerdotes, o de la Siniestra. Aquellos crearon los Misterios secretos; éstos, las Religiones y sus templos, en los que la doctrina tradicional, claramente enseñada en dichos Misterios, era velada aquí bajo el mito y la alegoría que son propios de todas las enseñanzas religiosas dadas para el vulgo de los mortales, al tenor de la distinción que taxativamente establece el propio Jesús en el capítulo XIII del Evangelio de San Mateo y IV de San Marcos.
Una dolorosísima realidad vino, desde entonces hasta nuestros días, a pesar como losa de plomo sobre la humanidad sucesora del pueblo sumergido: la coexistencia de una doctrina secreta, sapientísima, tradicional y sólo comunicable bajo símbolo en los Misterios iniciáticos, o sea la doctrina esotérica, la íntima doctrina del corazón, con otra doctrina pública, vulgar, dada como pasto material a la grey de los eternos ciegos espirituales en múltiples religiones que se han ido sucediendo desde entonces sobre la faz de la tierra, doctrina exotérica del ojo, de la letra que mata, fábula, en fin, sin otra realidad que la de la verdad primitiva, subyacente, oculta por ella bajo el isiaco Velo. »Al vulgo, dice el citado texto (vv. 13 y 14), le predico en fábula o parábolas, para que viendo, no vea, y oyendo, no entienda; pero a vosotros, mis discípulos elegidos, os hablo claramente de los verdaderos misterios del Reino de los Cielos»; doctrina que dentro de la absoluta unidad iniciática a través de todos los tiempos y países, no era otra, literalmente, que la de los Misterios de Eleusis, Samotracia Mithra, etc., según se demuestra en el tomo Religión de Isis sin Velo (...).Extracto de Simbolismo de las Religiones del Mundo de don Ilustre Q:.H:. Mario Roso de Luna.
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